la realidad cotidiana se nos impone con un gris extenuante que nos esconde lo bello y lo bueno que, estoy segura, tenemos apenas más allá de este velo que nsotros, los "como una", no tejemos.
Entonces aquí te mando un cuento. Lo "tejí" para el día de Reyes que es un día en el cual...todos somos buenos!
La última entrega
Mientras subía las escaleras sucias, iba desvistiéndose de a poco de su ropa de trabajo. Llegó cansado hasta el fondo del pasillo de esa vieja, miserable pensión, situada donde la ciudad ya había perdido el derecho de llamarse tal. No había encontrado a nadie.
Eran las siete de la tarde del 5 de enero, hacía un calor agobiante y antes de abrir la puerta de la pieza, se había fijado si el baño estaba disponible.
Melchor había terminado su trabajo y anhelaba una ducha.
Había huido de todo y de sí mismo, pero lo aprendido sobre higiene lo acosaba como un deber a cumplir.
Apresuradamente, para que no le ganaran de mano, tiró la túnica, el manto y la tiara sobre la cama deshecha, tomó del clavo cerca de la palangana su toalla deshilachada y se dirigió al cuartito oscuro donde lo esperaba el alivio.
Hacía tres años que la agencia lo llamaba para cumplir con la tarea de Rey Mago.
Cuando se había presentado para el puesto, en la fila, solamente había hombres todavía jóvenes. De todos modos, si bien con pocas esperanzas, se había quedado. Además de viejo, (a los sesenta, después de haber andado por la vida como le tocó a él, a cualquiera se le llamaría viejo) era flaco y barbudo. No usaba jeans y el pantalón le caía flojo. La remera, esa sí, estaba limpia. Con la cara de Cristo en su pecho, daba la idea de un místico, cosa que él no era. Pero se la habían regalado en el comedor de la iglesia: ¡regalo de Reyes! Justo a él.
Después de unos días, lo llamaron de la agencia y a mediados de diciembre comenzó su trabajo de Rey Mago. Por su barba muy canosa, y los ojos azules, le habían dado el lugar de Melchor, el Rey Mago sabio, que había venido de Europa. ¡Sí, sabio!
Le pagaban por día, no mucho, y lo peor del trabajo era el ropaje. Si bien en los shoppings había aire acondicionado, a veces le tocaban unos paseos por las calles, sin arena y sin camello, ja, menos mal si no las pezuñas se le hubieran hundido en el asfalto.
Los chicos eran lo mejor, aunque algunos muy pequeños, a pesar de la insistencia de tías y abuelas, se rehusaran al besito, nunca faltaba él niño o la niña que lograra hacerlo sentir verdaderamente el Rey Mago, al menos por un momento.
Ése último día había pasado algo así; una nena le había dado la cartita y el besito, te parecés a mi abuelo, dijo, y se trepó a su falda, con los ojos muy abiertos, para tocar la tiara. Es de oro, uhh… ¡como le gustaría a mi hermanito!
La mamá, quizá más joven de lo que parecía, le pidió disculpas y la bajó. El Jean lo empareja todo, aunque estas dos, de millonarias no tienen nada. Con ese pensamiento continuó abrazando niños que ni siquiera veía, tan rápido era el recambio en la fila.
No les daban demasiado para repartir, unos caramelos y algún que otro paquetito de cotillón barato que él entregaba a cambio de “la cartita”.
Pedían mucho los chicos, la propaganda, viste, los acosa y ellos piden. Algunos padres seguro que se endeudan…cosas de locos.
La canasta ya estaba repleta de papelitos escritos y dibujados por tantas manitas crédulas. La entregó a la ordenanza que llevaría los papeles a la trituradora.
Estaba cansado y cosa extraña, no lograba sacarse de la mente la sonrisa de aquella morenita que se había trepado hasta tocar su corona de oropel.
Más fresco y en paños menores se había acostado en el camastro que lo recibió crujiendo, a modo de saludo. No quería pensar en el vacío que lo esperaba en los próximos días. Las Fiestas…por lo único que le servían era para darle ese paréntesis.
Al otro día iría a entregar la ropa…hasta el año que viene, bueh, así espero. Por lo menos unos días al año, un trabajo seguro…por el resto, viejo, trataremos de vivir.
Mañana, dijo en voz alta, iré a entregar el disfraz y hasta cuando, quizás, me lo entreguen otra vez, volveremos a ser uno solo, mi sombra y yo.
Se durmió sin comer. Lo despertó la tormenta que se había desatado furiosa e inútil…total, mañana volverá a hacer calor. Quiso darse vuelta para seguir durmiendo pero le fue imposible. Ya se había desvelado y sintió hambre.
Se puso el pantalón y se dirigió a la cocina que compartía con los otros pensionistas, abrió la heladera, también común. Él era el único que se daba el lujo de tener un tupper. Vieja costumbre higiénica y aquí, también prudente. Lo había encintado con una scotch ancha y puesto su sigla sobre la lengüeta que la cerraba.
La puta que los parió – soltó la injuria mientras sacaba su cajita cerrada así nomás. Le habían comido la mitad del salchichón y ¡todo el queso! Debe ser la peruana esa, la del culo grande. Se llevó el tupper con los restos y la botella de agua que podía llevarse cualquiera, con todo que la repusiera. En el estante de la puerta un tetrabreak de vino tinto, estaba abierto. Sin mirarlo, cerró la puerta.
Eran pocas las reglas de la pensión pero por lo visto, no bastaban.
Comió de pie, delante de la ventana gozando el fresco y el olor de la lluvia. El agua sabía a cloro…más era lo único con que podía sacarse la sed.
Ya albeaba. Tomó un fascículo de apuntes y comenzó a leer desde dónde había dejado unos días atrás. Lo cerró.
Los Reyes Magos, astrónomos y matemáticos, habían previsto, dice la leyenda, cada uno desde su lugar, la llegada del cometa...Se durmió pensando que debía doblar el disfraz.
El calor previsto, lo despertó. Se lavó en la palangana – no era cuestión de permitirse otra ducha – y recogió las prendas de Melchor para ir a devolverlas y cobrar lo que le debían.
La túnica blanca de nylon se doblaba fácilmente. La guardó en una bolsa. El manto rojo era un poco más complicado ya que abundaba en pliegues y lo estaba enrollando cuando sintió algo en el bolsillo.
Una cartita, doblada, escrita en el revés de algo impreso, le pedía directamente: Rey Mago Melchor, quiero que me regales tu corona de oro. Es para mi hermanito, total vos seguro que tenés otra. Se la llevamos con mami a la hora de visita, vos no podés ir, ¿viste? porque es de día. Ahh, mis zapatillas son las Flecha, azules.
Sentado en la cama, releyó la cartita. No recordaba qué edad podía tener la morenita aquella, pero la letra era la de una nena de primer grado. ¿Habrá pedido ayuda a la mamá o al abuelo que se me parece? Estaba bien redactada, sin errores.
Por primera vez sintió la complejidad de hacer de Rey Mago. ¿Cómo iba a solucionar esto? Tomó un trago de agua con sabor a cloro y además, caliente.
Era lo único que tenía para tomar.
Dio vuelta al papel en busca de algún indicio. La letra estaba cortada pero, mirando con atención, pudo ver la mitad de un sello redondo…tal zonal maternoin…la parte de abajo faltaba.
Reconstruyó en su mente la totalidad del sello: Hospital zonal materno infantil….
Apretó la frente entre sus manos con gesto espasmódico, nooo ahí nooooooooo!
Como flashes quemantes pasaron ante sus ojos, las escenas de aquel día.
El llamado, la carrera a lo loco por las calles de la ciudad, derrapando sobre el asfalto mojado. Isabel, demudada, que se le acercaba para besarlo. Él, que daba vuelta la cara y le decía preparame un ambo, ya, no importa si no es mío.
En el pasillo del quirófano, Ana María, encogida sobre sí misma como una pordiosera, lo miró implorante, salválo, Rafael, ¡salválo!
Ni al cirujano más famoso, le está permitido operar a un familiar. Entró y por primera vez la luz blanca lo encegueció. Nunca supo cómo reconoció la carita de su hijo, casi enteramente escondida bajo la máscara. La instrumentista lo saludó con los ojos muy abiertos por sobre el barbijo, su colega con los guantes ensangrentados, no se distrajo de lo que estaba haciendo. Él, observaba, con las manos enguantadas en alto, crispadas por la impotencia. La mirada se colgó de los monitores…todo pasó en minutos o en horas. ¿Qué importancia podía tener el tiempo? La línea, después de unos picos inarmónicos se puso recta, infinitamente recta. Con furia se abalanzó sobre el cuerpito antes de que el desfibrilador lo alcanzara. Lo oprimió, lo aplastó, no supo en que momento lo alejaron a la fuerza ni en que momento, ese cuerpito, comenzó a sacudirse cruelmente, estimulado por la corriente.
No asistió al entierro. Su ex mujer no había estado en condiciones de exigírselo.
Isabel, le dijo, acariciándole la nuca, vamos, te acompaño.
Fue la última vez que la vio. Ese amor había perdido el sentido.
En todos aquellos años, había timoneado su vida entre mares de alcohol, hasta aquella noche en la que su amigo lo había encontrado en la costanera, inconsciente, víctima de un coma etílico.
Nunca supo contestarse la pregunta ¿por qué acepté salvarme? ¿Y para qué?
Llegó al hospital cuando terminaba la hora de visita. Las damas rosadas y el personal de limpieza lo acompañaron sonriendo, pase, Rey Melchor…No sabía cómo decir que había ido a buscar un chico, ¡uno solo! Y para colmo, no sabía cómo se llamaba ni en que pabellón estaba.
- Gracias, señoras, dijo, pero estoy un poco desmemoriado…¡me olvidé la bolsa!
Pegó la vuelta. Por suerte el encargado había trabado cierta amistad con él. Era el único que trabajaba en eso desde años.
Volvió con la bolsa y las damas lo acompañaron por las salas. Iba despacio, mirando más a los que estaban al costado que a los que estaban en la cama .Sin embargo dedicaba a cada uno una sonrisa junto con la bolsita de caramelos y el cotillón.
De repente una morenita corrió hacia él:
- ¡Melchor! ¡Viniste! Me puse muy triste cuando no encontré nada en la zapatilla.
Lo tomó de la mano y se acercaron a una cama. El niño, con la cabecita pelada, calvo a los cuatro años, lo miraba con toda la incredulidad del mundo pintada en la carita.
Melchor se sentó en la cama y sacándose la tiara, la posó en la cabecita del niño.
- ¡Doctoooooooor! - La voz, inconfundible de Isabel lo hizo volverse. Los veinte años habían pasado mejor para ella.
La morenita reía fuerte, se le cae hasta la nariz, miralo Melchor ¡le queda grande la corona!
- Por ahora. Vas a ver qué bien le va a quedar ¡cuando le crezca el pelo!
Acarició a los dos chicos y se dejó abrazar por la mamá, quizás es más joven de lo que parece.
Caminó hasta la puerta, pasando al lado de Isabel. Le dirigió una mirada azul, compasiva.
Se encaminó hacia la agencia sin recordar que era sábado…6 de enero.
La caja estaba cerrada. Cobraré la semana que viene.
No hay comentarios:
Publicar un comentario