El aterrizaje en el aeropuerto de Neuquén me puso nerviosa. Llegaba con cuarenta minutos de atraso, incómoda por la impuntualidad que siempre me incomoda y sin embargo, me sorprendí caminando despacio. Desde la escalerilla del avión hasta el edificio, me superaron casi todos los pasajeros.
Estaba anocheciendo y me detuve en la pista a mirar el cielo sin nubes: las últimas pinceladas de sol, ya dejaban ver las primeras estrella. Allá, en el horizonte, dónde el sol se escondió, pensé, está la Cordillera.
Volví a la Patagonia. Esta vez, me estaban esperando.
Frente a la cinta que transportaba el equipaje me encontré con todos los apurados. Una mampara translúcida me separaba de los que habían venido a buscarme. Sabía que vendría toda la familia, pequeña, Fermina, Clara y el papá, Ariel, como supe después. Desde donde estaba, sólo veía afuera siluetas imprecisas, ellos, en cambio me habían visto. Clara me señaló a sus padres, Fermina dijo, no es ella.
Dije que cada uno construye su recuerdo y, logicamente, lo actualiza. Ella esperaba una mujer anciana y yo no lo parezco. Yo la reconocí, por las fotos: es una mujer guapa y lozana. Clarita es el retrato de su mamá, cuando tenía veinte y pico y estaba con nosotros. La misma sonrisa, la misma dulzura, quizás, menos tímida...claro, es una chica de hoy.
Mientras nos confundíamos en un interminable abrazo, Clara decía, ¡viste mamá que era ella! Yo vi la foto en el Facebook!
Luego me encontré entre los brazos de la hija, del marido y vaya alegría, los cuatro llorábamos.
Me pareció largo el viaje hasta Cipolletti mientras trataba de reconocer la ciudad de Neuquén que estabamos atravesando. Nada. Solamente dije oh, llegamos al puente, cuando cruzamos el río Limay, para entrar en Río Negro. Mil años han pasado desde la última vez y nunca supuse que volvería a atravesar ese linde, con Fermina y en su auto.
Llegamos a la casa de Clara y su marido, primero. Linda, con olor de hogar recién estrenado. Hogar de amor.
En casa de Fermina y Ariel, me esperaba la bienvenida escrita en el placard y a cada rato el te quiero mucho de ella, mientras me besaba en la mejilla.
Había rosas en mi mesita de luz y en las sábanas nuevas. Y un marco con las fotos de toda mi familia.
Gestos reveladores de una sensibilidad que sólo un alma gentil y un gran cariño pueden contener.
Me embargó una enorme alegría al ver la tranquila prosperidad que alcanzó ese matrimonio, a partir del trabajo constante, honesto y del amor incondicional que cumplió ya treinta y seis años.
Me dormí entre las sábanas nuevas pensando en lo que me había traído hasta allí. La gran fidelidad, el profundo amor de Fermina hacia mi familia, nacido en la década más tormentosa de mi vida. Lloré largamente, sintiendo en el alma la mordida de la ausencia. Finalmente el sueño lavó la tristeza.
Me despertaron pasadas las ocho. Miré afuera, vi el cielo azul y Fermina que hablaba con los perros; Ariel volvía de la calle con un paquete de facturas. Bañate tranquila. Clarita va a venir para desayunar juntos.
Así empezaron esos tres días, extraños y cargados de emociones, algunas muy fuertes, otras tan dulces que hicieron que definiera esa estadía como... un baño de miel.
Ese largo espacio que torrentes de palabras, lágrimas y abrazos lograron llenar en tres días. Cada una entregando la propia historia a partir de aquél en que la otra vivida en común, se truncó.
Hay un momento en que la charla se transforma en confidencia, en un rememorar que a veces es patrimonio de una sola y acá, admito que la memoria de Fermina conserva cosas que yo he olvidado.
Ella me traía recuerdos que yo tenía que buscar, como dice Serrat, en un rincón, en un cajon donde mi memoria los había relegado.
Tuve que actualizar el relato de muchas vidas, ella se acuerda de cuantos han pasado por mi casa entre el '60 y el '70. Muchos, demasiados, cruzaron el último río (le duelen sobremanera su Pucci, mi hijo, y mi marido). Otros, le cuento, tomaron rumbos diversos mientras, los más tiernamente recordados, crecieron. Esos son mis hijos, los que han quedado en su memoria como los niños que jugaban, estudiaban y que ella cuidaba. Los amigos de ellos, nuestros amigos, hasta la profesora de inglés entraron en el cuestionario.
Cada tanto dábamos vuelta a la hoja, entonces comenzaba yo a preguntar. Y la vida de ella, iba apareciendo, entrelazada con la de sus hermanas primero, luego desde la unión con este marido, Ariel Poblete, de orígen chileno que, todavía hoy, ya jubilado, trabaja en un aserradero. ¡Qué coincidencia! El protagonista de una de mis novelas, era chileno y trabajaba en un aserradero.
Me senté en el patio, mientras él preparaba el asado del cumpleaños de su mujer. Se ríe con facilidad, tiene los ojos claros y una cara abierta, cordial y sincera. Me contó su vida y su amor por la hija que lo llena de orgullo. Es un hombre digno, conforme con su vida, la pasada y la de hoy. Estamos bien, me dice. Las vicisitudes, que nunca faltan y duelen, no le han cambiado la visión de las cosas. El lema es, adelante, seguir y, acordate, me dijo, si uno no te mira a los ojos cuando te habla, desconfiá. Un baño de luz, son gente de luz.
Para esa tarde de domingo me habían reservado una sorpresa. Clarita y Yayo, su marido, vinieron con su auto, rojo eluciente, y nos precedieron hacia el sur. El valle ha cambiado de como lo recordaba. Muchas chacras dejaron lugar a enormes barrios, cerrados y no, pero mucho menos verdes. El progreso y la necesidad de vivienda. Cruzamos de nuevo el río y el paiaje cambió. A la izquierda del camino, la Patagonia petrolera en funcionamiento, con el lento sube y baja de las bombas desperdigadas en la estepa. Un páramo.
A la derecha, el verde infinito de viñedos, protegidos por alamos que ya amarillean. Un contraste digno de una novela de Faulkner.
La meta: las bodegas NQN. Hermoso ejemplo de lo que el hombre puede hacer cuando lo guía la pasión.
Porque ahí se siente eso, pasión y amor por hacer, por crear, por prosperar en muchos sentidos. Y el orgullo de mostrar lo logrado, a nosotros y al mundo donde exportan los vinos "Malma" que en lengua mapuche, significa justamente, orgullo.
4 de abril, día del regreso. Era lunes y Ariel se había ido al trabajo. Me acompañaron Fermina y Clara.
Durante el viaje al aeropuerto dejamos hablar al taxista. Después del chek-in dije que ya me estaban llamando.
¡Cobarde! Abrazos apretados, lágrimas, besos y emoción descontrolada. Las miré irse hacia su mundo. Yo volvía al mío, después de haber condensado 40 años de distancia en tres memorables días.
Era el cumpleaños de Pucci. Él había nacido un lunes. El sol brillaba sobre el ala; solamente una nubes chiquitas y leves salpicaban el cielo a seis mil metros de altura. Me entregué sin resistir a un llanto más melancólico que triste y me quedé dormida. Señora, ¿té o café? La voz del steward me despertó, amable e impersonal. Poco después, aparecía Buenos Aires, inmenso mar de luces que se apagaban en el Río de la Plata.
Qué relato tan emotivo!
ResponderEliminarQué lindos los reencuentros repletos de recuerdos, de abrazos y de lágrimas, que indudablemente valen la pena derramar!
Un beso grande!
SÍ, UNA EXPLOSIÓN DE EMOCIONES.
ResponderEliminarGRACIAS ANDREA, UN BESO
lo bueno de todo esto es vivir las emociones a full!! y tener todos esos recuerdos en el alma, así de presentes hace que estemos todos juntos otra vez... y es así.. estamos todos vibrando en la misma sintonía!!!
ResponderEliminarbesos mami!!
Es así! Y como dice Graciela en la contratapa de "¿Te acordás?: Nada muere mientras alguien pueda seguir diciendo -¿te acordás?
ResponderEliminar