viernes, 8 de agosto de 2014

La Pachamama, en la Puna



La Pachamama, en La Puna.


Hay años que no vienen tan buenos, eso siempre pasa, pero éste había sido, según decía la abuela, el peor que ella recordaba y mirá que la abuela tiene ¡muchos años!
El caso es que habían sucedido muchas calamidades.
 Su papá se había lastimado la pierna, no podía trabajar y la sequía, más seca que nunca, parecía querer quedarse para siempre. Igual que el viento.

En esos largos meses, Eusebio  había hecho de todo para ayudar a parar la olla. Hasta se había ido con unos muchachos que venían a buscar restos antiguos.
Él no entendía para qué venían, acá no hay nada antiguo, sólo los cerros están desde siempre,  pensaba. Y así fue: no encontraron nada, pero lo mismo le dejaron cincuenta pesos y dos paquetes de galletas. Ese día volvió contento, compartió las galletas con sus hermanitas y la mama lo mandó a lo del Turco a comprar algo de mercadería. El pa`le gritó, pedile una caña, decile que ni bien vuelvo a “lavar”, se la pago.
Él se fue caminando ligero, sin hacer caso a la ‘ma que sacudía la cabeza. Pobre padre, seguro que los tragos le calman el dolor. El doctor que había venido con el ingeniero, le había dicho que debía quedarse quieto tres meses, con la pata enyesada. Y bueno, al menos con un vasito, hablaba un poco más.
-         Mañana me voy para allá – dijo en voz alta, como si esperara que alguien le contestara.
Cuando entró al  almacén, ya lo había decidido. Pagó la mercadería y agregó a la cuenta de la caña, un morral de hule, grueso.
Lo voy a esconder afuera, así no se van a dar cuenta. Si se lo digo, seguro que no me dejan ir. Toda la noche estuvo dando vueltas en el colchón, un poco por hambre y más por miedo a no despertarse. Cuando el sol asomó por las hendijas, se levantó despacito. Su pa’ roncaba y la mama dormía, abrazada a las nenas, tapadas hasta la cabeza. Buscó el morral, la pala, la zaranda y echó a andar. El frío le cortaba la cara aunque el viento había mermado y la cima de los cerros se dejaba ver en el claror del amanecer,  parecen todos de oro, pensó.

Hacía muchos meses que no llovía. El río estaba seco, el lecho partido en profundas zanjas, parecía haberse tragado todo lo bueno que sabía dar.

Cuando las aguas corrían saltarinas, algún que otro pez picaba el anzuelo y Eusebio traía algunos pescaditos para la cena. La mama hacía milagros y así, alcanzaban para que todos los probaran. Con su rica sopa de quínoa y el pan casero, todos se reían, con la panza llena.
El pa’ llegaba al caer el sol, mojado y más o menos contento, según si era poco o tanto el oro que había quedado en la zaranda. Así era la vida, antes…
Hasta esa tarde que lo trajeron al ‘pa, en una rastra de lona, con la pierna rota. Lo habían llevado abajo, en el camioncito destartalado del Turco y esa misma noche lo trajeron de vuelta, así, enyesado. Al otro día, vino el ingeniero con el doctor, le dejaron remedios y recomendaciones. Le dieron a la mama un sobre con algo de plata…cuidalo, le dijeron, que no se mueva hasta que se le seque el yeso. A los cuantos días, empezó a andar, apoyándose en un palo, sin saber que hacer. Protestaba, gritaba por nada hasta que llegaba a la despensa y le daba unos chupones a la caña. La mama le decía que se dejara de tomar, que le hacía mal. Era como si hablara con la pared, él tomaba unos borbotones y se iba a la pieza, pero al menos, dejaba de putear.

Esa madrugada, Eusebio, caminó ligero, cargando el morral con las herramientas y la zaranda bajo el brazo.
Las zapatillas gastadas y con un dedo afuera, cada tanto resbalaban en la tierra suelta. El sol estaba alto cuando llegó  al borde del socavón y comenzó a patinar hacia el refugio. Un pegajoso rastro de barro, ahí, al fondo del zanjón, donde a veces el agua llegaba a dos metros, era  todo lo húmedo que quedaba. ¿Dónde había ido a parar el río? Se acordó que una vez, la maestra había hablado de ríos temporarios, pero él no le había hecho mucho caso…¿qué quería decir temporario? Bueno era esto, quería decir que si no llueve, se secan. ¿Pero dónde va el oro? También se seca?

-         ¡Eusebio! ¿Qué haces acá? Le pasó algo más a tu padre?
El capataz se levantó del suelo, En un pequeño charco de barro, dejó plantada una pala corta y afilada.
-         No, don Egidio, el pa’ sigue igual, todavía le falta mucho para volver al trabajo y yo
 vine pa’ que me tome en su lugar. – El niño dijo todo de corrido, mirando la cara asombrada (¿o enojada?) del  capataz. Mientras. volvía a soplar el viento.
El hombre no estaba enojado, vení acá al reparo dijo. Le sacó del hombro el morral  pesado y la zaranda de abajo el brazo.
-         ¿Cuántos años tenés?
-         Trece – mintió Eusebio – Ah! También había sido mentiroso el mocito! Escuchame  bien, yo sé que apenas tenís doce y acá no hay lugar para gurises. Además, aunque yo quisiera darte una changa, m’hijito, acá no hay más nada que hacer…pa’ nadie.
Sólo un milagro  traería agua al río, y oro para lavar. Lo que quedó ahí abajo, solo el Diosito lo puede sacar.
Eusebio se quedó callado; de nada le había servido la mentira y ahora sentía vergüenza.
   Ofreció la cantimplora al capataz:
      - Tenga, Don Egidio, es agua nueva. – El hombre intentó rehusarla - No se preocupe. Hace dos días vino el camión aguatero y la mama juntó unos bidones. Y ahora nomás, el 13, es la fiesta ... seguro que el camión va a volver.
   - Cierto, - lo interrumpió el capataz, - estamos en agosto.  
En la cara curtida apareció una mueca (¡pobre, no quiere llorar!) La Pachamama – dijo pensativo - Rezale por nosotros, si bien para ella, quizá, el oro no es cosecha.
 -  No importa – agregó -  rezale igual, ella sabe que aquí nunca crecerá un árbol y ni que pensar en tirar semillas, pero, capaz, se acuerda también de que en esta tierra, el oro está muy escondido, que se saca poco, chupando frío o calor, al igual que los que siembran maíz.
Eusebio emprendió la subida y al llegar a la cima, en la explanada arriba del socavón, casi lo tumba el viento. Se quedó un momento mirándose alrededor… acá tiene que ser.
Agachadito, para repararse, se subió la bufanda hasta los ojos y retomó el camino a casa.
Todavía estaba a tiempo para llegar a clase. A él le gustaba su escuela, era la más linda del vecindario y la señorita era buena, y sí que había cada cabeza dura!
  Ese día, había reuión de padres, menos mal que llegué, pensó Eusebio cuando vio entrar a su pa’(huy! Vino!) apoyándose en el palo y en el brazo de su ‘ma.
 Venían para hablar del festejo. Este año, con lo mal que había venido, más que nunca había que pedirle a la Pachamama. Cada uno cumpliría con el pago, trayendo hojas de coca y alcohol para quemar. Decidieron hacer la ceremonia, como siempre frente a la escuela, así los chicos y las mujeres servirían en  el salón, los pasteles, el mate y la chicha. Capaz llegara alguna gaseosa junto con los vecinos del otro pueblo.
Los chicos no intervenían en las conversaciones, pero de repente, Eusebio se acercó a la maestra y, mirando a los mayores, habló:
-         Disculpen, pero les pido que este año, en que el río se volvió temporario, vayamos a  rezarle a la Pachamama, allá arriba, cerca del socavón, donde ya no llega nada de agua y todo está más seco que el cartón. Hizo una pausa antes de continuar. Todos lo escuchaban en silencio. Retomó coraje.
 - Don Egidio cree que la Pachamama piensa que allá no es Tierra, porque no se siembra. Me dijo que le rece, que le haga acordar que allá, el oro es la cosecha y que no se saca, si ya no hay agua, igual que el maíz , que se seca si no llueve
  Todos quedaron callados, solamente el pa’ preguntó, que cuando había hablado con el capataz. Por suerte la señorita maestra habló fuerte:
-         Tiene razón Eusebio, es de allá, de donde viene nuestro pan de cada día. Y allá Iremos a rendirle homenaje. Los cerros, los ríos, como los campos, son parte de la Madre Tierra.

El espacio no era grande pero la gente tampoco era tanta. Habían llegado a la explanada, subiendo en procesión, detrás del cura que llevaba la Virgencita. Hacía frío, pero el viento había amainado. Se estaba formando la ronda, cuando apareció un hombre que nadie había visto jamás. No parecía viejo, pero tenía el pelo largo debajo del gorro y una barba tupida le tapaba casi toda la cara. Traía en la mano una ramita de medio metro de alto. En la punta, se veían unos brotes tiernos y verdes. Se acercó y se unió al rezo especial:
-         “Pachamama, Santa Tierra, no me comas todavía.” - Grandes y chicos, el cura y el policía, todos, miraban al cielo.
Después, el cura rezó la Misa y también esas oraciones, fueron coreadas por todos los presentes.
Habían traído a lomo de burro, los pasteles y las bebidas. Se inició la fiesta, el baile pareció calentar el ambiente, pero al bajar el sol, el frío comenzó a apretar. No daba ni para un picadito de fobal. Encendieron la fogata, en el suelo duro, con la poca leña y un atado de pajas que habían traído.
El fuego se apagó pronto y las cenizas empezaron a volar. Era hora de emprender la vuelta  - vaya idea de venir a este infierno – el milico se quejó. La Virgencita en la punta, todos se encaminaron hacia abajo, solamente el forastero se quedó, quieto, al lado del rescoldo.
-         ¡Eusebio! – el niño, asustado, se dio vuelta - ¿Cómo sabés mi nombre? 
Mamá caminaba adelante, ayudándole a su padre que, ese día, caminaba mucho mejor, y no escucharon nada.
Él, se acercó al hombre como si supiera que debía obedecerle.
-         Tomá, cavá un pocito aquí mismo – Eusebio vio que le tendía la palita corta y afilada del capataz y le indicaba justo donde el piso todavía caliente por el fuego, estaba más duro que una piedra.
-         ¡Acá, ni con la perforadora podría cavar un pozo! ¿Cómo quiere que haga?
-          Cavá – fue la respuesta.
La palita afilada entró sin esfuerzo, como si fuera en tierra arada.
-         Ahí está bien – el forastero plantó con toda su raíz, el arbolito. – Tapalo bien ahora.
El niño arrimó la tierra suelta, suave como harina. Apisonó primero con las manos, luego con su zapatilla gastada. El hombre extraño, sacó una cantimplora de un morral y la vació sobre el arbolito, desde la punta, como si fuera lluvia.
-         Cada semana, vení con tu caramañola y hacé lo mismo, pero no le cuentes a nadie. Ahora vamos – Tomó la mano de Eusebio, él sintió un calorcito lindo subirle por todo el cuerpo.
-         Perdón, agarro mi morral –  Volvió enseguida y vio que estaba solo. El
 forastero había  desaparecido. Tuvo miedo. Corrió cuesta abajo y estaba oscuro cuando alcanzaba el último de la fila, al entrar al pueblo.

   A fines de agosto, una mañana, el cielo se puso más negro que la noche. Al rato, entre truenos terribles y relámpagos, cayó tanta lluvia que lo inundó todo. Hubo que ayudar al Turco a levantar las bolsas del suelo y poner tachos en las casas, debajo de las goteras.
Duró dos días y de repente, salió el sol. El paisaje relucía, los cerros se recortaban contra el cielo y, allá al norte, las grandes montañas se veían blancas, cubiertas de nieve.
Justo había caído en la semana que a Eusebio le tocaba ir a regar el arbolito. Por suerte tenía zapatillas nuevas. Después de la Fiesta, habían venido los padrinos con muchas cajas, llenas de tantas cosas que hacían falta.
Se las calzó sin que la mama lo viera (eran para los días de fiesta) y se encaminó a la explanada. Seguro que el temporal habrá tumbado el arbolito. Se caló la gorra porque el sol estaba fuerte, pero tenía ganas de llorar.
 Faltaban unos quinientos metros cuando, al mirar de frente, algo lo cegó. Un árbol, enorme, brillaba. De las ramas, fuertes y verdes, colgaban frutos redondos, grandes y luminosos como cientos de soles.
 Eusebio se sintió temblar. Se acercó a la planta, alta, derecha, se estiró todo lo que pudo para alcanzar un fruto. Era una manzana, ¡de oro! Precisaba las dos manos para sostenerla y como ésa, eran tantas, muchas ¡todas!
Él nunca había visto un árbol, no había ninguno en los cerros y ahí estaba ése, mágico…¡un milagro de árbol! Se sacó el gorro y guardó ahí su tesoro.
Acercándose al borde de la excavación, vio como un río de aguas transparentes iba llenando la zanja. Volvió al árbol, comenzó a sacudirlo con toda la fuerza que podía. Las manzanas refulgentes, caían rodando en el agua corriente, para posarse todas juntas, en el fondo del socavón. Se quedó mucho tiempo sentado, en el barro, sin poder sacar la vista del río que corría, dorado.
Don Egidio tenía razón, hacía falta un milagro y ahí estaba. Habían escuchado sus oraciones, la Pachamama y el Forastero, les habían mandado la cosecha que él les había pedido.
No se preocupó del barro en las zapatillas nuevas. Con el gorro apretado en la mano, emprendió la bajada sin respirar.
Entró a la casa como una exhalación. Se acercó a su padre que de pie, sin el palo, colgaba algo de la pared. - Papá, gritó, en el lavadero, arriba, en el río, hay cosecha de oro!
Dejó el gorro que se abrió sobre la mesa.
No hizo caso al llamado ansioso de su madre.
Jadeando, entró en el aula y a la maestra que lo miró con asombro, le espetó, ¡señorita, el río dejó de ser temporario!
Cuando se calmó, comenzó a relatar el milagro.

Rosanna Altieri
Junio 2014  




 
  

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